A continuación les paso un artículo que leí esta semana de Guillermo Fraile, uno de los más brillantes profesores de la UAI (Universidad Austral de Argentina) dado que me hizo pensar bastante.
“Trabajamos a contrarreloj para que nuestra familia reciba lo mejor y nos olvidamos de regalarle lo más importante: nuestro tiempo. ¿Nos domina una manera materialista de medir la felicidad? ¿Cómo distinguir entre lo necesario y lo que tenemos de más?
Estas frases hechas sólo quieren convencernos de algo de lo que no estamos convencidos. Nuestras acciones no siempre se alinean con nuestras convicciones, ¿o será que nuestras convicciones no son tan convincentes?
Los grandes momentos de satisfacción que vivimos en nuestra vida se relacionan, habitualmente, con experiencias familiares más que con logros laborales, a no ser que estos se hayan transformado en una conquista familiar.
¿Por qué empiezo este artículo de una manera tan particular? Porque no dejan de sorprenderme las conclusiones de las investigaciones del proyecto Trabajo y Vida familiar, dentro de Con-FyE (Conciliación Familia y Empresa).
No puedo negar, tampoco, que cuando las reflexiono detenidamente, me siento bastante identificado. Dentro del mundo directivo, mujeres y hombres de empresas, tenemos la clara convicción de que la demanda laboral va creciendo en forma gradual. Los tiempos son cada vez más escasos; los horarios, más extensos; los viajes, más frecuentes y la complejidad del trabajo, cada vez más evidente. Sorprende que las más de 50 horas por semana que el 92% de los directivos dedica a su tarea profesional, no se condice con las apenas 14 horas semanales que les dedican a los hijos. La primera conclusión sería más que obvia: dedico más tiempo a lo que más me satisface, donde más a gusto me encuentro. Pero esta lógica no es tan lógica. Las respuestas a la pregunta:
“¿Cuál de estos aspectos diría usted que es el que con mayor frecuencia lo hace sentir satisfecho? ¿Y el segundo?” (ver G1), son elocuentes. En los cinco primeros puestos, la familia tiene su lugar preponderante, con más del 70% de aceptación. Si hacemos una división por edades, la satisfacción que brinda la vida familiar se destaca en forma más clara en los directivos de mayor edad y, si dividimos por sexos, la ponderación no es muy dispar. Sin dudas, es en casa donde uno se siente más a gusto. Ahora debemos pensar por qué, entonces, estamos tanto tiempo fuera de casa, quizás más de lo necesario.
La pregunta que sigue es inevitable: “¿Cuál es la principal motivación que lo impulsa actualmente a trabajar?” (ver G2). La relación que existe entre los principales motivos de satisfacción personal y las razones que nos impulsan a trabajar, ¿son compatibles o están disociadas? El trabajo se ha transformado, para la gran mayoría, en un medio de consolidación del patrimonio, de sustento económico.
Nos estamos transformando, sin quererlo, en los proveedores de recursos familiares, en el CFO que consigue los fondos. Y lo hacemos con gusto. ¿Cómo tenemos lo que tenemos? La percepción que tenemos la mayoría de buscar a través de nuestro trabajo una base económica que “nos permita vivir
tranquilos”, no debería ser incompatible con la satisfacción que sentimos en familia. ¿Será quizás el patrimonio nuestra forma de “remunerar y agradecer” esa satisfacción en la vida familiar? ¿Será que no sabemos cómo hacer eficiente nuestro tiempo en casa y sí en el trabajo? ¿Será que aún no hemos
descubierto que nuestra mayor dedicación a la familia es un medio de retribución?
Los seres humanos estamos hechos de materia y espíritu. Por este motivo, no es malo que poseamos bienes, sino todo lo contrario, los necesitamos. El alimento, la vestimenta, el esparcimiento, la vivienda, un poco de confort merecido… Pensamos que el camino más directo para hacer feliz a los nuestros es brindarles esos bienes y nos convencemos a veces de que cuanto más, mejor.
Yo no creo en la conocida frase: “Al hombre hay que valorarlo no por lo que tiene, sino por lo que es”; las personas necesitan tener para poder desarrollarse personal y familiarmente. La pregunta no es cuánto tengo, sino cómo lo tengo. La frase que propongo sería: “Al hombre hay que valorarlo no por lo que tiene, sino por cómo tiene lo que tiene”. Si bien no es tan fácil de repetir como la anterior, podemos decir que “sabremos cómo eres si vemos cómo tienes”. Por esto, quiero compartir con ustedes algunas ideas que nos pueden ayudar a seguir dándole bienes a nuestra familia, pero con criterio. Los pensadores diferencian cuatro tipos de bienes.
Los dos primeros se caracterizan por ampliar el horizonte de la persona: la hacen crecer y la estimulan para que sea “más persona”. Los dos últimos la encierran en sus propios problemas, la hacen adicta a tener cada vez más, transforman los medios en fines y, en consecuencia, la achican y no la hacen feliz.
Estos son:
Bienes necesarios: que son menesterosos indispensablemente o hacen falta para un fin. Lo más básico de nuestra vida debe ser satisfecho por los bienes materiales esenciales. Nadie duda del derecho de todos los hombres a tener un techo, un alimento y una vida digna. Estos bienes son indiscutidos. Quienes, por las capacidades que recibieron y por las oportunidades que les ha dado la vida, han podido tener un desarrollo profesional importante, tendrían quizás la oportunidad de disponer de bienes necesarios distintos que los de otros. Pero, en todos los casos, hay un piso de necesidades universales y tenemos la responsabilidad de satisfacerlo. Los bienes necesarios corren el riesgo de no ser valorados, hasta que realmente faltan. Bienes convenientes: útiles, oportunos, provechosos. Hay cosas imprescindibles; otras, que sin serlo, nos ayudan para concretar nuestros fines. A medida que la sociedad evoluciona, la oferta de bienes nos facilita nuestro desarrollo. Hoy nadie se imagina una sociedad sin celular, pero hace apenas 15 años no pensábamos que ese invento iba a ser tan útil. De hecho, mucha gente vive sin este aparato, pero, para la gran mayoría, se ha transformado en un bien útil e importante para su desarrollo.
Bienes superfluos: no necesarios, que están de más. A medida que nuestra capacidad de consolidar nuestro patrimoniova creciendo, podemos correr el riesgo de empezar a darles a nuestras familias cosas que, por más buena intención que tengamos, pueden ser superfluas y causar un daño. Regalos de la última tecnología, zapatillas sofisticadas, viajes desproporcionados, entre otros, son cosas que probablemente nos ilusione llevar a casa y que ellos los disfruten, pero quizás puedan dejar, a la larga, una sensación de “demasiado”.
Bienes nocivos: dañoso, pernicioso, perjudicial. De lo que no tenemos dudas es que ninguno de nosotros dará a su familia un bien que sepamos que puede ser nocivo. El problema es que no siempre tenemos plena conciencia del impacto que tendrá en el futuro lo que hacemos hoy. La repetición de actos nos incorpora hábitos que, si no consolidan la relación familiar, se transforman en nocivos. Existe la posibilidad de que nos hayamos acostumbrado a vivir en familia de una forma que nos esté desviando del buen camino, sin darnos cuenta. Esto puede hacer que nuestra pequeña comunidad se vea dañada en sus relaciones afectivas y se transforme en un grupo demandante de bienes, del que seremos, simplemente, un proveedor de recursos y, cuando falten, seremos reprobados en nuestra función.
De convenientes a fundamentales; de superfluos a nocivos
Carlos Llano, profesor de la Universidad Panamericana (México DF), sostiene que el uso habitual de bienes convenientes tiende a transformarlos en necesarios, y el uso de bienes superfluos los vuelve nocivos. Lo que hasta hace unos años era conveniente, hoy puede ser necesario. Ya no se concibe una casa sin una buena dotación de electrodomésticos. Hasta nos cuesta pensar cómo nuestras abuelas se las arreglaban sin microondas, sin enceradora, ¡y hasta sin secarropas! (Aclaro que en una familia numerosa como la mía, el secarropas es un elemento esencial para la armonía familiar). Lo conveniente se hace necesario y la persona crece con el buen uso de estos instrumentos. La incursión de la madre de familia en el mercado laboral ha potenciado la necesidad
de disponer de más bienes necesarios en su casa, que le permitan hacer eficiente su tiempo para llegar a hacer más cosas.
Pero la otra cara de la moneda existe. Cuántas veces hemos corrido el riesgo de pasar, sin quererlo, de lo superfluo o lo nocivo, quizás sin saber que las cosas eran superfluas. Demasiados bienes innecesarios; gastos evitables; viajes extensos, repetitivos y caros que ya no sabemos cómo desactivar, pueden ser algunos ejemplos que nos prevengan para no caer en el vicio de “tener por tener”. Se llega a este estado de a poco, sin darse cuenta de cuándo se dio el paso. Bajo la imagen de querer dar porque la familia se lo merece, podemos terminar dándole lo que no merece. No tenemos dudas de que todos queremos dar a los nuestros las cosas necesarias y evitar, sobre todo, que reciban los bienes nocivos. Por esto, nuestro desafío está en saber diferenciar lo que es conveniente de lo superfluo.
Los divide una delgada línea, pero un gran abismo separa las consecuencias que producen. Estamos sobre la cumbrera de un techo a dos aguas. De un lado reside lo que nos mejora, del otro lo que nos daña. Muy cerca de la cumbrera, lo conveniente y lo superfluo, y nosotros, con nuestro afán de trabajar mucho para consolidar nuestro patrimonio familiar y dar a nuestros seres queridos lo que los hace felices. Sin darnos cuenta, llegamos a medir esa felicidad de acuerdo con la cantidad de cosas que reciben y pasamos al otro lado del techo, al mundo de lo superfluo. Nos rectificamos y volvemos del lado del que no debemos salir, y así sucesivamente.
Por último, una idea quizás obvia: no dejemos de tener en cuenta que el bien más necesario que debemos dar a nuestra familia es nuestro tiempo. Es el único que, una vez perdido, no se recupera. Sólo si nos convencemos de que las cosas necesitan de nuestra dedicación para su desarrollo, podremos estar seguros de que llevaremos una vida armónica entre nuestro tiempo laboral y familiar, y les daremos a los nuestros los bienes necesarios y convenientes para su formación, porque los bienes que poseemos son, en definitiva, medios para crecer como personas.
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