De niño, no le tenía miedo a casi nada. Con los años cambié. Recuerdo hace uno año, la última conversación con mi padre que falleció de Covid, fue la más dura, tuve mucho miedo. Lo llamé ya que no podía verlo porque yo terminaba de salir de la enfermedad. Sabía que era la última porque entraría a UCI en unas horas. Tuve que tragarme el miedo y decirle que ahora hablaríamos mucho más, pero en otro formato, mirando al cielo. De esa conversación nació una profunda reflexión personal que comparto ahora.
Al llamarlo, escuché (y sentí) a una persona que sabía bien el desenlace, era médico, pero lejos de tener miedo, tenía esperanza y paz, patrimonio exclusivo de los que saben que han hecho a la perfección su deber. Amar, ayudar, pensar, decidir, luchar, reír, abrazar, perdonar, escuchar, creer, hacer, fueron sus mejores compañeros de camino.
Me puse en su lugar y pensé si yo tendría la misma paz. Pero no, tendría aun muchas tareas pendientes. ¿Le dediqué la calidad y cantidad de tiempo a lo que me hacía más feliz? ¿Sopesé bien las decisiones más importantes de mi vida? ¿Tenía algún mecanismo interno para darme cuenta lo que hacía mal y un plan concreto para mejorarlo? ¿Luché más por conseguir el país que quería? ¿Fui capaz de dar todo lo que estoy llamado a dar?
Salvo algún irresponsable que sólo piensa después de haber actuado, los demás lamentamos aquello que no hemos hecho. No esperes llegar al precipicio para arrepentirte de las cosas que pudiste cambiar: “Si hubiese cambiado de carrera a tiempo, si hubiese dejado ese trabajo antes, si hubiese callado en aquella discusión, si hubiese amado de verdad, si hubiese ido contracorriente y hubiese defendido mis valores… La cantidad de lamentos puede ser tan grande y tan fuerte que arrase con todo. No importa, es un buen momento para darte cuenta que siempre estamos a tiempo de cambiar, sino, se te irá la vida deseando otra. El cambio siempre genera ilusión, sin ésta, la vida se convierte en una terrible obligación.
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